Cuatro años después de la primera intentona de levantar este proyecto, Scorsese tenía pocas esperanzas de que algún día se hiciera realidad. Eso sí, seguía intentándolo con resignación y paciencia. Para un hombre como él, proveniente de una tradición tan católica, que incluso se había planteado hacerse cura en su juventud, esta película era algo así como un desafío personal. Más aún cuando la novela de Nikos Kazantzakis le proveía de un punto de vista muy afín a su idiosincrasia artística, con el que podía elaborar un discurso sobre Jesús mucho más personal y alejado, en cierta forma, de lo que se podría esperar de un relato de estas características. Pero las mejores opciones no daban frutos debido a las presiones de los grupos católicos más integristas, que lograban complicar las cosas todavía más. Todo cambió para él cuando, a comienzos de 1987, Michael Ovitz (que por entonces gozaba de un considerable poder en la industria) se convierte en su representante y le presenta a Garth Drabinsky, propietario de la más importante franquicia de cines en Norteamérica y Canadá, que le asegura la distribución en esos países a pesar de la amenaza de boicot, y al que le gusta tanto el proyecto que pone sobre la mesa la mitad del dinero necesario para hacerla realidad.
De tal modo que Scorsese, de una vez por todas, se lanza decidido a por la película. Eso sí, debe afrontar una drástica reducción de la producción inicial, pues de las necesidades y el presupuesto previsto cuatro años atrás, apenas puede contar con aproximadamente la mitad. Pero procura soslayar estas limitaciones con profesionalidad y pasión, llevando a cabo la que puede calificarse, sin lugar a dudas, como una de sus películas más arriesgadas, sinceras y apasionadas. Personalmente, yo nunca la colocaría entre sus grandes obras maestras, pues está lejos de ello, pero sí entre sus obras notables, la mayoría de las cuales se encuentran en esa convulsa e intrincada década de los años ochenta, en la que este cineasta hizo un pulso apasionante a los imperativos de una industria cada vez más intratable, saliendo victorioso de esa pugna.
El actor que iba a interpretar a Cristo, inicialmente, era Aidan Quinn, pero en el último momento se echó atrás, aduciendo que le habían aconsejado, debido a la enorme presión integrista, que no participara en la película. Scorsese no se amilanó y enseguida se puso a considerar otras opciones como Christopher Walken, Eric Roberts o Willem Dafoe, que finalmente se quedó con el papel. Ahora, resulta inimaginable cualquiera de ellos como Cristo, porque Dafoe lleva a cabo una de las interpretaciones más desgarradas y fascinantes de toda su carrera. Respecto a las presiones de los grupos católicos más intolerantes, huelga decir que en la mayoría de los casos no se habían leído el libro de Kazantzakis, ni sabían absolutamente nada del proyecto, y toda la controversia que montaron con el motivo del rodaje y estreno de esta película resulta, a día de hoy, bastante absurda, tal como suele pasar con estas cosas. Algunos años antes había tenido lugar otra enorme polémica con ‘La vida de Brian’ (‘Life of Brian’, Terry Jones, 1979) y todo se repitió con ‘La última tentación de Cristo’ (‘The Last Temptation of Christ’, 1988).
Personalmente, Willem Dafoe no acaba de ajustarse al papel, faltándole esa aura divina con la que cuentan otros morenos barbudos que tienen su momento de gloria en Semana Santa. Aunque a lo mejor forma parte de la particularidad de este filme, quién sabe.
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